Hay días en que las rodillas crujen como si estuviera abriendo una puerta vieja de madera. Uno se para frente al espejo, y dice: "ya no estoy para estos trotes". Pero, ¿quién lo decidió? Nosotros mismos o los demás que nos dicen qué sí y qué no para nuestra edad. En qué minuto comenzamos a actuar como si ya no se pudiera jugar, correr, saltar o simplemente hacer lo que nos diera la gana.

Somos buenos para encasillar, que el niño no puede jugar cartas porque “no entiende”, que el hombre no puede bailar ballet porque “es cosa de mujeres”, que una mujer de 50 no puede andar en patines porque “se puede caer”. Pero también se puede reír, se puede volver a levantar, puede disfrutar. La vida no es una lista de requisitos, es una cancha abierta donde todos deberíamos tener permiso para jugar, siempre que tengamos ganas.

Un adulto canoso, bajando el cerro en bicicleta como si fuera un cabro de veinte. Al lado, unos adolescentes lo miraban raro, pero también con un poco de envidia. Y es que no hay nada más contagioso que alguien disfrutando sin miedo al ridículo. Nos falta más de eso. Nos sobra juicio, nos falta juego. Y eso es triste, porque cada vez que decidimos no hacer algo, apagamos esa chispa que nos mantiene despiertos.

No digo que ignoremos la edad, pero eso no es excusa para autoexcluirse de lo que nos hace felices. La juventud, no está en la edad, está en la actitud. En cómo nos enfrentamos al día, cuántas veces nos atrevemos a hacer algo solo por el gusto. Así como los jóvenes se comen el mundo creyendo que tienen todo el tiempo del universo, nosotros podríamos hacer lo mismo, pero sabiendo que el tiempo se valora más cuando ya no sobra.

Cuando alguien nos diga “eso no es para ti”, hay que sonreír, y darle las gracias por su preocupación, y hacerlo igual. Porque no hay edad para pasarlo bien, para descubrir cosas nuevas o para jugar. Y si me caigo, bueno, será una buena historia que contar. Al final, de eso se trata vivir la vida.

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Autor: Máximo Martínez Campos